30 may 2012

Los Vengadores y el cine como espectáculo


¿Es una bandada de pájaros? ¿Es una flota de aviones? ¡No! ¡Son los Vengadores!

Estamos ante un proyecto cinematográfico sin parangón: nunca en la historia del cine una película se erigía en secuela de cuatro franquicias al mismo tiempo y era a su vez el final de un ciclo iniciado siete películas atrás, si contamos precuelas (Hulk) y segundas partes (Iron Man 2). Llevan años anunciándola y, para más inri, es el punto de mira de incontables mesnadas de seguidores con un bagaje comiquero que se remonta a cincuenta años atrás. Con todo esto a sus espaldas, Los Vengadores (The Avengers, Joss Whedon, USA, 2012) ha causado un revuelo pocas veces superado, y era obligación de sus perpetradores ofrecer un producto que satisficiera a incondicionales y público masivo por igual. ¿Cumple Los Vengadores con tan altas expectativas? Sí y no.
Dejémoslo claro desde el principio: Los Vengadores es una divertidísima película de acción con un argumento tan nulo que suscita la vergüenza ajena. ¿Qué significa esto? Pues exactamente lo que parece, no hay juicio sentencioso; sobre si es una buena película o no, que cada cual extraiga sus propias conclusiones. He asistido a debates interminables en los que detractores y defensores exponen sus sesudas teorías sobre la calidad artística a favor o en contra de la cinta de Whedon (o de tantas otras). Hace ya mucho tiempo que aprendí que el arte no puede medirse con baremos objetivos y que, al final, tendremos que quedarnos con la mera impresión personal de si nos ha gustado o no. Se asiste a las salas de cine por muchas razones, y una de ellas es pasar un buen rato. El caballero oscuro nos sorprende con el maravilloso retrato de sus personajes y sus vueltas de tuerca en el guion, llevando la madurez argumental al cine de superhéroes; Los Vengadores nos conmueve con sus espectaculares escenas de adrenalina sin refinar. Son dos conceptos de deleite cinematográfico, incluso dentro de un mismo género, y no tienen por qué estar enfrentados.

Los Vengadores adolece de muchos defectos, casi todos relacionados con la narrativa. Es un film que abusa de la verbalización, que reincide con diálogo en conceptos que la exposición visual ya ha dejado claros, como si subestimara el poder de las imágenes y la capacidad del espectador para entender lo que se cuenta. Es una película a la cual se le advierten las costuras, con una primera parte un tanto lenta, que pierde el tiempo en presentar a unos personajes de sobra conocidos (aunque la presentación no es tan profunda como para situar a alguien ajeno a la saga, logro que excusaría su redundancia). Es una película con un argumento más simple que el mecanismo de una piruleta, y con lagunas e incoherencias en la trama (¿por qué Hulk de repente se vuelve controlable?). Y con todo, es una cinta que cumple con creces su función, que no es otra que la de entretener. Se le achaca a Whedon el no estar a la altura de sí mismo, de sus trabajos de largo recorrido (léase series de televisión), pero es que Whedon es consciente del cambio de medio y juega sus cartas en consecuencia. La película puede ser simple, pero en ningún momento es estúpida, nunca insulta la inteligencia del espectador. Solo le da lo que quiere: un espectáculo como pocas veces se ha visto en el cine. La batalla final (cuarenta y cinco minutos largos) es mera poesía visual, puro cine, entendiendo el cine como entretenimiento, retornando a los orígenes de la cinematografía y a la revitalización de los ochenta: buenas coreografías, planos secuencias y efectos especiales en armonía para constituir un todo espectacular. Los actores están correctos, la música firmada por el maestro Silvestri no desentona y el guion es respetuoso con los personajes del cómic (Chris Evans encaja como un guante en el papel del Capi, y solo el Toni Stark de Robert Downey Jr. se aleja un poco del original, para bien).

Los Vengadores no se llevará premios ni grandes alabanzas de la crítica, pero no hay mejor premio que el aplauso del público ni mejor crítica que la de la gente de a pie, por tópicas que resulten estas palabras. Su factura responde a una función muy concreta: generar taquilla y beneficios. Se trata de un blockbuster palomitero sin pretensiones artísticas y mucho menos narrativas. Pero logra que abandonemos las salas con una sonrisa gestada por el sense of wonder, y eso ya mucho más de lo que pueden decir la mayoría de las películas de aventuras hoy día. Solo por esto creo que Whedon puede subirse al podio ocupado por Donner, Burton, Raimi, Singer o Nolan y hablarles casi de igual a igual.
¿El siguiente paso? Aguardar a que los personajes que la Marvel tiene hipotecados a otros estudios cinematográficos queden por fin libres, con lo que el albedrío para construir un universo cinematográfico paralelo al del noveno arte sería total. En cuanto Spiderman, X-Men y otros vuelvan al redil, Secret Wars o Civil Wars estarán más cerca de realizarse que nunca.

25 may 2012

PEQUEÑO, GRANDE (John Crowley)


Decir que Harold Bloom la incluyó en su Canon Occidental, a estas alturas de la película puede no significar nada. Puede que no signifique nada que Thomas M. Disch la describiera como “la mejor novela fantástica de todos los tiempos”. Puede que nada signifique que la crítica se muestre unánime en sus alabanzas ni que  miles de blogueros la reivindiquen como la gran obra de fantasía del siglo veinte, la eterna incomprendida, la injustamente relegada del podio literario. ¿Miles de blogueros? Vale, quizá no miles, dejémoslo en cientos o incluso en decenas… Pero acaso en este placer minoritario, casi onanista, radica el éxito de Pequeño, Grande (John Crowley, 1981). Porque ya se sabe que lo sublime no cruza demasiadas puertas y que la “lectura difícil”, morosa, rica en hallazgos estilísticos y dada a pausarse en elevadas labores de bordado literario, no es apta para todos los estómagos. Pequeño, Grande es la monumental obra maestra que, de algún modo inmerecido, se ha quedado por el camino a la gloria. Cosecha prosélitos, y estos la encumbran a lectura imprescindible, a referencia literaria, a libro de cabecera; pero ahí acaba la cosa. Porque es pequeña. Y grande al mismo tiempo.

Me incluyo en ese grupúsculo que busca amargamente su ascensión al trono. Pequeño, Grande narra la saga de una familia asentada en cierto paraje, a la manera de García Márquez, y en efecto la novela podría adscribirse a la corriente del realismo mágico, pero los que gusten de etiquetas lo tendrán difícil esta vez. A ratos fantástica, en ocasiones realista hasta la médula, la obra magna de Crowley ronda la poesía y encierra romanticismo, de suerte que el librero no sabrá en qué estantería ubicarla. La novela empieza con Fumo Barnable –chico de ciudad que no encaja en la ciudad– llegando a Bosquedelinde, la mansión bucólica y aislada donde su prometida ha gastado la juventud en compañía de su extraña familia. Allí Fumo descubrirá que nada es lo que parece, que la casa es una ventana a un mundo velado y que la espesura oculta criaturas feéricas solo presentes en la visión periférica. A partir de este concepto tan simple, Crowley construye una trama arquitectónica inmensa, puntillista, con docenas de historias secundarias y copiosos detalles que abarcan cuatro generaciones y que integran una mixtura en la que el emperador Federico Barbarroja, la Gran Manzana, las hadas de las fábulas y Giordano Bruno conviven sin mayores problemas, entretejidos en este pequeño gran cuento de intenso sabor costumbrista.

Leí la edición de Minotauro, mucho más cuidada y bonita que la moderna de La Factoría. Y, sinceramente, me quedo con la traducción de la difunta Matilde Horne, que también se encargó de transcribir al idioma de Cervantes la mítica edición íntegra de El señor de los anillos de Minotauro. La traducción de Horne es lírica, sonora, musical, y me parece muy acertada su castellanización de los nombres propios, imbuidos de un cierto infantilismo que se suma a ese aire de cuento de hadas que impregna una novela, por lo demás, innegablemente para adultos. He ojeado la traducción de La Factoría y, aunque sin duda es muy digna y no ha perdido liquidez, bajo mi punto de vista no llega a alcanzar la calidad de la primera versión y pierde muchos enteros al no atreverse con la traducción de los nombres propios, con lo que muchos matices se arruinan. También me gusta más la maquetación antigua (me encantan esas filigranas puramente decorativas y lo original de ubicar los subtítulos en los márgenes), sin desmerecer la de la nueva edición, que es simplemente correcta.

Con Pequeño, Grande, John Crowley logra hacer magia literaria. El autor juega con los dobles y hasta los triples sentidos en una novela que insinúa, nunca muestra. La gente pequeña anida ahí, en cada una de las páginas, pero en ningún caso aparece a plena luz del día, delante de los protagonistas, aunque sepamos que la familia Bebeagua, señora de Bosquedelinde, de algún modo participe del secreto de aquellos bosques. El tema del libro es sin duda la nostalgia, nostalgia por ese pasado que siempre huele mejor, muestra colores más vivos, llena más el espíritu que el aburrido y decrépito presente. El hermano Viento-Norte sabe que después del invierno llega la primavera, pero nunca la primavera lució tan hermosa como en nuestros recuerdos, cuando el sol baña los ánimos y la magia fluye como el agua cristalina de una acequia, borrando todo rastro de la decadencia que inexorablemente ha de llegar.

Si te atreves con Pequeño, Grande, ten paciencia. Descubrirás una lectura densa, lánguida y fascinante, un bebedero de sentimientos decimonónicos que invita a la relectura, que obliga a leer entre líneas y que destila maravilla por los cuatro costados. Y quién sabe, tal vez te unas a este cenáculo de incondicionales que conspiramos para que John Crowley, estilista impecable, trepe a todo lo alto del escalafón literario. O quizá abandones la novela alrededor de la página treinta, por cansina, espesa y hermética. No lo sabrás hasta que te aventures en estas páginas.

20 may 2012

El Teatro de los Prodigios

La fecha es oficial: el 4 de junio ya andará por las librerías El Teatro de los Prodigios, mi primera obra publicada de autor único. Edita Grupo AJEC, una de las más importantes editoriales de género de nuestro país (aunque ellos sean modestos autodefiniéndose).

Ya podemos exhibir por estos campos quijotescos la excelente ilustración de portada; adjunto asimismo sinopsis de la contracubierta.


Ilustración de portada de El Teatro de los Prodigios¡Bienvenidos al Teatro de los Prodigios!

Adelante, pasen y lean. Aquí caben todas las monstruosidades, todos los portentos, todos los asombros. Desde el asesinato más perfecto jamás concebido hasta cuentos que involucran al lector en la trama, pasando por grotescos romances virtuales, relatos que no acaban nunca, grimorios de autoayuda e insolentes reinterpretaciones de los mitos religiosos. Dramas que les harán reír y llorar, terror metaliterario, género negro autorreferencial, realismo mágico de corte clásico, estructuras circulares y arriesgados experimentos que conjugan ciencia ficción y romanticismo: todo ello anida en estas páginas, agazapado bajo los focos.

De modo que pónganse cómodos, el telón está a punto de alzarse. Déjense llevar por los embrujos y pesadillas de este espectáculo erigido sobre la más absorbente prosa…

¡Que comience la función!



El Teatro de los Prodigios es una ventana a nuestros sueños, una mirada penetrante a las inquietudes humanas por medio de unos cuentos en los que no hay más atrezo que la imaginación. Los comediantes bailan en un escenario de sombras para narrar historias asombrosas, historias impregnadas de un sentido de la maravilla que se revela como simple excusa para diseccionar, a través de las claves propias del fantástico, los entresijos de la condición humana.

El Teatro de los Prodigios en la web de la editorial (pincha aquí)

18 may 2012

Bienvenidos a Molinos Cibernéticos

Molinos cibernéticosRevelar la ilusión del molino, la mecánica que lo hace semejarse a un gigante. Destripar el truco de magia, confinar la literatura al microscopio. Aplicarle bisturí al séptimo arte, y por qué no al noveno. Desentrañar el misterio de la vida, la estructura de la idiotez, la relojería del arte...

Hace poco leí en algún sitio que los molinos fueron los primeros Transformers. Detrás de esta broma moderna subyace una idea muy vieja: la de encontrar el porqué de las cosas, dar sentido a la ilusión de Don Quijote, hallar una explicación que nos alivie la ansiedad de la incerteza. Ahora la locura puede ponderarse científicamente: se coloca al loco en el diván y los parámetros llueven como ecuaciones matemáticas; la causalidad nos conduce a la infancia, la madre acapara las culpas... o será que esos molinos ocultan secretos.

Desde la noche de los tiempos, siempre hemos tratado de entenderlo todo. De mirar por debajo de la falda de las cosas para saber cómo funcionan. La ignorancia nos espanta, los monstruos habitan las sombras, la luz del conocimiento se erige en segura madriguera. Somos de condición ilustrados, vivimos en el reino de la ciencia.

Y la ciencia está muy bien; el problema llega cuando extrapolamos las técnicas e instrumentos que le son propias a otras ramas de la cultura. Cuando destripamos el truco de magia, confinamos la literatura al microscopio o aplicamos bisturí al séptimo arte. Porque el arte, sea del ordinal que sea, es subjetivo por naturaleza. Porque en diez mil años de historia jamás se ha escrito un libro definitivo que establezca criterios rigurosos para componer la crítica perfecta. Porque resulta imposible cuantificar con precisión absoluta la calidad de una obra artística. Porque las musas no sabían ni sumar y el arte no se disecciona, se sueña. Porque no se puede analizar la belleza... lo cual no significa que dejemos de intentarlo una y otra vez, cabezazos infinitos contra el muro de lo imposible.

Yo no voy a dejar de intentarlo, me temo. Soy como esos ratoncitos que corren y corren en la rueda sabiendo que no van a llegar a ninguna parte, pero no me importa. Aún siendo consciente de que la meta no existe y de que esta bitácora, como tantas otras, no es más que una cinta de Moebius forjada de unos y ceros, voy a seguir adelante porque creo que el camino merece la pena. Ahí está la clave de todo: olvidarse del final del viaje y disfrutar del sendero recorrido. Porque por más que avancemos nunca podremos alcanzar el horizonte... pero qué agradable resulta el paseo con ese fondo de atardeceres.

Así que sí, este es un blog más de literatura, cine, música, cómic, videojuegos, ciencia, filosofía, arte, mitología, algo de reflexión personal y una pizca de necesaria locura. Construiremos críticas sesudas que no servirán para nada sino para entretener. Seremos Quijotes ingenieros: siempre detrás de la pista que nos conduzca a la mecánica del gigante. Y cuando nos cansemos de hacer el inútil, cómo no, seguiremos soñando...