Revelar la ilusión del molino, la mecánica que lo hace semejarse a un gigante. Destripar el truco de magia, confinar la literatura al ojo del microscopio. Aplicarle bisturí al séptimo arte, y por qué no también al noveno. Desentrañar el misterio de la vida, la estructura de la idiotez, la relojería del arte. Y descubrir que todo esto no sirve para nada y, simplemente, seguir soñando...
Dos
años hace ya que Molinos Cibernéticos comenzó su andadura por estos senderos
virtuales. Algo más de dos años, que nos hemos dejado caer por aquí para hablar
de cine y cómics, de premios y noticias, de videojuegos y poesía, de alegrías y
tristezas. Y sobre todo, por encima de todo, de libros. De literatura, de la
buena y de la más modesta. Del poder supremo de las palabras. Hemos
reflexionado acerca de un buen puñado de temas, de obras y autores, del desamor
y la soledad, y también hemos espiado las convenciones del fándom. Hemos
tratado de desentrañar el misterio de la vida, la estructura de la idiotez, la
relojería del arte. Sin mucho éxito, como era de esperar, pero como suele
decirse, lo importante es el camino.
El
camino. Sigue y sigue, desde la puerta. Hasta el infinito y más allá. Es tan
largo como la imaginación, y por eso se jalona de zonas de descanso. Porque de
cuando en cuando precisamos descansar. Y ha llegado el momento de hacerlo, de hacer
un alto en el camino. No vamos a demoler el chiringuito, pero sí cerraremos
temporalmente: el alma necesita darse un respiro. Mi vida es ahora una vorágine
de aventuras y sentimientos, y el corazón se me está volviendo loco. No es
Molinos Cibernéticos quien está en obras, sino yo. Un blog se alimenta de
palabras, y las palabras no me salen, están congeladas en el limbo. Tengo la
cabeza ocupada en mil cosas y el alma en el taller de reparación, y ya apenas encuentro
tiempo para darle al teclado. Pero esto no es una despedida, es solo un hasta
luego. Cuando tenga cosas que decir, las diré. Cuando tenga tiempo de escribir,
no solo una entrada de bitácora, que ya es lo de menos, sino las peripecias de
un cuento o el manuscrito de una novela, me pondré a ello. Y será pronto,
porque aunque las palabras estén en el limbo, las amo tanto que no puedo vivir
sin ellas. Así que volveremos, tarde o temprano lo haremos, mis Molinos y yo.
Con fuerzas renovadas, y con la misma ilusión con que se inició este pequeño
rincón de la blogsfera.
Mientras
tanto, dejemos que los Molinos Cibernéticos, con sus dos añitos, rompan sus filas
mecánicas y sueñen el sueño de Pinocho. Que se vayan de vacaciones envueltos en
una quimera de carne. Creo que se lo han ganado.
Contra el viento del norte es una de esas
raras novelas que te enganchan desde la primera página, sin posibilidad de
evasión. Últimamente encuentro pocas así, lo cual no implica que el resto sean
malas obras, sino que, por lo general, tienes que avanzar un poco en la trama
para pillarle el truco a la cosa. De las escasas novelas que te atrapan desde los
párrafos de inicio, algunas lo consiguen mediante la sutil estrategia del
mazazo en la cabeza; otras, como es el caso, se basan menos en palabras
afiladas o frases demoledoras que en generar pura adicción. Mucho cuidado con
ojear el libro en tu librería: en cuanto lo abras estarás perdido. El opio de
sus palabras, de sus personajes e ideas, entrará por tus venas, y no podrás
cerrarlo hasta haber devorado la última página.
Su autor, Daniel
Glattauer, no brilla por una carrera literaria de éxitos intachables. El resto
de sus obras obtienen calificaciones pasables en los distintos rincones de la
blogsfera, aunque los reseñadores generalmente se aproximan a la obra del
vienés tras haber leído la novela que nos ocupa, quizá buscando más de lo
mismo. Un error que sin duda conduce a la decepción: como buen escritor
Glattauer se reinventa en cada novela, experimenta, intenta superarse y dar un
giro a su prosa y a sus temas. Amén de que esta novela constituye un chute intenso
pero instantáneo, una de esas piezas literarias que de prolongarse perderían la
magia y cuyo estilo se tornaría empalagoso. ¿Por qué? Porque toda la novela es
un intercambio de correos electrónicos entre dos treintañeros, una fórmula
eficaz solo en pequeñas distancias.
Porque eso es en
definitiva Contra el viento del norte:
una moderna novela epistolar de amor. Solo que en lugar de la tradicional carta
manuscrita, los protagonistas utilizan el correo electrónico. Toda la novela es
un duelo de palabras, un tira y afloja virtual, un lance idealista de
correspondencia electrónica. Ya se habían escrito antes cosas así, y hasta hay
filmadas varias películas al respecto. Contra
el viento del norte no es del todo original, cosa que a nadie creo que le
importe mientras el juego de seducción de Emmi y Leo, los protagonistas,
resulte tan deliciosamente intenso.
No se puede obviar
que estamos ante el típico best seller.
Bien es cierto que no ha existido un gran aparato promocional detrás, sino que
su popularidad se ha basado en el boca-oreja, al menos al principio; pero una
vez alcanzado el éxito, el libro cobra todas las características del
superventas, y no cabe duda de que se puede leer de un tirón en un par de
viajes en metro. La prosa del autor es sencilla y sin alardes literarios, y la
trama, ya se ha dicho, resulta un tanto anodina. Y sin embargo, la novela tiene
algo que la hace especial, que la vuelve adictiva y que cala muy dentro: la
potencia de los personajes, la credibilidad de lo que se cuenta y la frescura
con la que se cuenta. Los personajes resultan empáticos debido a su pasión
visceral e imperfecciones. El formato de narración hace galopar a la lectura;
el cóctel de emociones, esgrimidas con tan buen acierto, nos hace partícipes
absolutos del romance. La distancia que media entre la forma y lo narrado se
vuelve aquí muy sutil: la sensación de fisgonear algo tan privado como un e-mail es pareja a la de estar espiando
con morbo una ventana directa al corazón.
Contra el viento del norte tiene una continuación
titulada Cada siete olas. En
realidad, todo hay que decirlo, el autor hace trampas, ya que la historia no se
completa hasta haber leído los dos tomos. En otras palabras: ha dividido su
libro en dos. Sin embargo, paradójicamente la primera novela funciona también
como obra independiente gracias a su final abierto pero correctamente rematado.
La historia no se cierra, continúa en la segunda parte, pero de algún modo sí
lo hacen las ideas que se plasman. El tema que persiste a través de la novela
es el de la idealización de la persona a través de un medio carente de
materialidad. Los personajes tienen miedo de perder ese ideal merced a un
encuentro físico que desnudaría sus pequeños defectos y echaría a perder la magia; por eso lo postergan una
y otra vez para conservar intacta la mitificación. En este sentido, la segunda
novela rompe los cimientos de la primera y explora caminos distintos ya desde
el principio. De este modo, aunque ambos libros conforman una sola historia,
cada uno de ellos nos habla de algo diferente, por lo que el conjunto no se
resiente a pesar de su monotonía estilística. Y cabe mencionar que Cada siete olas mantiene el ritmo, la
tensión y la calidad de la primera al tiempo que compensa la falta de sorpresa
inicial con una exploración drástica de los límites de lo narrado (hasta el
punto de caer, a veces, en la hipérbole y la autoparodia).
En conclusión, si
deseas espiar un romance fresco y atípico, si quieres acechar secretamente a
una pareja en sus cabriolas postales del amor, hazte con estas dos novelitas
que son pura droga. Porque así es como se siente uno cuando lee Contra el viento del norte y su
continuación: como un auténtico voyeur
literario y un yonqui de las palabras.
Como
consumidor de narrativa, echo de menos la infancia. Añoro esos tiempos en que
te asomabas a un libro o una película como si hollases un nuevo universo en el
que todo era posible: con el asombro por bandera. Con el tiempo, todo eso va
cambiando. La abundante acumulación de narrativa va enriqueciéndonos el alma
pero a un tiempo mina nuestra capacidad de asombro. Hasta que, inesperadamente,
llega un punto en que ya nos sorprenden muchas menos historias de las que nos
dejan indiferentes. Pasamos de ensalzar todos los libros a desarrollar un
criterio que nos alecciona en el rechazo hasta el extremo de que solo una de
cada tres, diez, cien novelas nos dice realmente algo. Disfrutamos con la
lectura, claro, de no ser así la abandonaríamos por aficiones más fructíferas; pero
pocas obras, a estas alturas, nos sacuden las emociones y se nos quedan
grabadas a fuego en la mente. Igual pasa con cualquier otra forma de narrativa,
como los videojuegos, los cómics, las películas… o las series.
Pero
sí, de cuando en cuando una de entre cien obras dispara de nuevo nuestra
capacidad de asombro. Y es como viajar en el tiempo, como volver a ser niño una
vez más; aunque no como rescatar esas primeras emociones del soñador hambriento
de aventuras, ingenuas en su novedad, sino que se trata de un asombro de nueva
cuña, un asombro adulto, pues nuestra facultad de sorprendernos no solo se ha
resentido sino que también ha evolucionado. Esa es exactamente la clase de
sensaciones que me ha despertado Neon Genesis
Evangelion. Una serie la cual, debido a su complejidad, sus temas y su
corte maduro, solo puede resucitar el sentido de la maravilla en un momento avanzado,
en una etapa adulta, y que, por tanto, ofrece una engañosa regresión, pues
despierta sensaciones ligadas con la infancia que en ningún momento pueden
experimentarse en la infancia.
La
premisa de Evangelion es tan banal
como engañosa: en una Tierra post-apocalíptica, Shinji, un chaval anodino de
Tokio-3, es reclutado por la organización paramilitar de su propio padre (quien
lo abandonó cuando era pequeño) para pilotar un EVA, una máquina humanoide
capaz de enfrentarse a los "ángeles", extrañas criaturas que atacan
la ciudad cada cierto tiempo sembrando la destrucción a su paso. De hecho, esta
sinopsis aparentemente ramplona se convierte en el mayor hándicap de la serie, desviándola
del camino de un público que reniega de los mechas
y los kaiju para abogar por una
narrativa con más carne, que es precisamente lo que esconde Evangelion. Porque bajo esta ilusoria superficie se entierra
una de las tramas más difíciles de la historia de las series de televisión. La
profundidad de los personajes y la simbología abrahámica, la perspectiva
psicológica, el recurrente existencialismo, la interpretación freudiana y la reflexión filosófica en torno a la religión
y la ontología la elevan a uno de los mayores exponentes del exótico género
conocido como realismo
épico.
Dirigida
por Hideaki Anno y producida por el estudio Gainax, Evangelion cuenta con veintiséis episodios diseñados ex profeso
para la pequeña pantalla (el manga vino después), aunque cabe advertir que para
entender la serie por completo habremos de recurrir a la película The end of Evangelion, que reinterpreta
los dos últimos capítulos y cierra muchas incógnitas que la serie original dejaba
en el aire. Cada uno de los episodios opera como un reloj y constituye una obra
maestra autónoma que sin embargo es pieza de un mapa mucho mayor. Así, la serie
funciona en dos sentidos: en lo íntimo, con personajes bien trabajados y
sumamente originales, subtramas emocionales y relaciones psicológicas
construidas con escuadra y cartabón; y en lo épico, moldeando una temática de
una complejidad desafiante, formada por muchas capas superpuestas, y que a su
vez se cierra a la perfección. Si cada episodio funciona como un reloj, un
pequeño mecanismo preciso, el todo constituye una vasta maquinaria perfecta. En Evangelion he encontrado al fin el Perdidos que siempre quise y nunca
llegué a tener. La serie está minuciosamente diseñada de principio a fin; aquí
sí.
La
he visto tarde: Neon Genesis Evangelion
se empezó a emitir a principios de 1995, y solo la distancia la ha acabado
encumbrando a la categoría de hito del anime, de indiscutible masterpiece. Lo curioso es que tengo la serie en DVD original desde
hace muchos años, pero las circunstancias me han obligado a ir aplazándola
hasta estos últimos meses. Y ahora, por fin, la he descubierto, ahora puedo
sentirme cercano a Rei, a Misato, a Asuka, a tantos personajes disfuncionales
pero entrañables de puro bien dibujados, en todos los sentidos. Para terminar,
de entre infinitas escenas memorables escojo una de las que más me han
impactado: el instante en que se desvela el secreto del EVA-01, aderezado por
el grandioso tema musical "Decisive Battle" del maestro Shirō Sagisu (en ocasiones auxiliado por Bach o Beethoven),
al final del episodio 19, uno de los puntos álgidos de la serie. Nadie, por menguada que se halle su capacidad de asombro, puede sentirse indiferente ante momentos
tan enormes como ese…