Ya lo hemos
comentado otras veces en Molinos Cibernéticos: actualmente la fantasía épica
goza de una salud aceptable a costa de la originalidad, esto es, merced a unas
fórmulas fructíferas repetidas hasta el cansancio. Fundamentalmente esas
fórmulas pueden cifrarse, a lo largo de la historia reciente del género, en el
remedo de dos producciones: la de J. R. R. Tolkien y la de George R. Martin.
Las editoriales, temerosas de experimentos literarios, apuestan sobre seguro, y
otro tanto ocurre con los propios autores. No es nada reprochable: las
editoriales son un negocio y los pastiches venden; ¿para qué arriesgarse con
una historia diferente, que puede o no funcionar, si con la enésima dragonada
se tienen las ventas aseguradas? Y cuando algún valiente por fin se atreve a
salirse un poco de tiesto en el fondo, al final acaba pecando en las formas.
Puede que Rothfuss o Abercrombie, entre otros, constituyan aceptables
tentativas por innovar, pero todas las alabanzas que merece su búsqueda de
libertad narrativa acaban enturbiadas por el encorsetamiento a que someten al
formato: voluminosas trilogías, cuando no directamente largas y pesadas sagas
que generalmente adolecen de mucha paja. Es por ello que La ley del trueno, de Sergio Mars (habitual cosechador de premios
Ignotus), publicada por Cápside en 2012, supone un auténtico vendaval de aire
fresco entre tanto borreguismo literario, ya que el autor le da una vuelta a
todo: a los escenarios y la narrativa imperantes, pero también al formato. La ley del trueno es una novela
autoconclusiva de fantasía épica que transcurre en un mundo propio, y no hay
más. En definitiva: pura valentía.
La novela narra los
acontecimientos sociopolíticos que tienen lugar en una vasta y salvaje tierra
fantástica en la cual el imperio fingardiano, trasunto del Romano histórico,
agoniza supurando su propia decadencia, cuestión que aprovechan los enemigos
del Estado para recobrar la libertad durante tantos años truncada. Pero ya
desde el principio el libro deja claro que los personajes humanos, con todas
sus pasiones, propósitos e ideales, son solo peones de poderes superiores que
entablan una partida mayor. Mars no juega a los misterios sino que muestra a
los titiriteros desde el mismo prólogo: el mundo que dibuja en su novela es un
mundo donde los dioses son muy reales, aunque no sean divinidades omnipotentes
sino limitadas, a caballo entre las grandes figuras grecolatinas y los
espíritus kamis japoneses. La historia se estructura en tres líneas narrativas,
correspondientes a cada uno de los dioses jugadores (Siobana, Wultan y
Anther´a) y sus marionetas y avatares humanos, que se van trenzando en cada
capítulo hasta conformar dos grandes actos de apoteósicos desenlaces donde
confluyen muchas de las tramas desarrolladas con anterioridad. Hay batallas en La ley del trueno, grandes batallas
narradas con una destreza narrativa admirable, pero también jugadas ladinas y
elegantes, intrigas palaciegas, movimientos políticos, gestas imposibles,
traiciones y alianzas, empresas fraticidas, nobleza y vileza, subterfugios,
armas mágicas, enigmáticos ascetas, muertos vivientes y polvorientos estudios
académicos. La novela reniega de la estructura del camino del héroe, tan
recurrente en este tipo de narraciones, y también huye de cualquier atisbo de
maniqueísmo: no advertiremos allí la enésima colisión entre el bien y el mal,
sino grandes fuerzas espirituales enfrentadas desde la noche de los tiempos. Lo
cual no es óbice para romper las tradicionales tablas, tan manidas en pugnas de
fuerzas no dicotómicas: Mars riza el rizo trascendiendo de toda moraleja y
equidad, declarando a uno de los contendientes como el absoluto vencedor (al
menos hasta el doble final).
Puede que alguno se
incline a pensar que trescientas cincuenta páginas resultan insuficientes para
desarrollar una historia de tal naturaleza, tan rica en matices y de un género
tan hinchado como el que nos ocupa. La fantasía heroica requiere de una dilatación
narrativa que permita desplegar la épica en toda su magnitud (por eso los
videojuegos del género triplican la duración de cualquier otro, y por eso el volumen de algunas sagas es hasta cierto punto justificable). Con La ley del trueno, Mars viene a
desmentir el cliché: sí que se puede componer una historia épica en poco espacio.
¿Su secreto? Controlar hasta el último detalle del ritmo secuencial de la
narración. Empezando por iniciar el relato en un estadio avanzado del
conflicto, pero también dedicando a la historia las palabras justas, sin
necesidad de añadidos ambientales que empañen lo que se cuenta o nos desvíen de
lo realmente importante. La novela no es, sin embargo, una larga retahíla de
telegramas literarios. La prosa es preciosista, lírica pero de algún modo
también sucia, ajustada como un guante al drama narrado y al escenario, entre
cruel y glorioso. Además el autor lentifica la acción cuando lo cree
conveniente, introduce diálogos que nos acercan a los personajes, utiliza el
discurso introspectivo para ahondar en las motivaciones y fobias de los actores
de este gran teatro épico. Pero incluso en las escenas más pausadas hay una
pulcra medición del pulso narrativo. Eso sí, para condensar una historia
grandiosa en tan poca extensión siempre debe renunciarse a algo, y en esta
ocasión lo sacrificado es la profundización de los personajes, lo cual no
significa que carezcan de una delineación más que correcta, sino que,
simplemente, se hallan despojados de excesivas dimensiones. Pero no estamos
ante una historia de personajes sino de hechos, de grandes gestas: una partida
de ajedrez donde importa más el todo, la propia partida, que cada una de las
partes, las piezas y jugadores del juego.
En cuanto a la
ambientación, Sergio Mars la declara heredera de Robert E. Howard (y alejada en
todo lo posible de Tolkien, lo cual es muy cierto), hecho que se evidencia
mayormente en la rudeza de los escenarios. Mars se salta con descaro el clásico
medievalismo imperante en la literatura de género (otro ejemplo de cómo el
autor se desprende del camino fácil) para perfilar su universo fantástico en
una época muy anterior, estableciendo más de un paralelismo con la era Hyboria:
grandes pueblos bárbaros, clanes nómadas, ciudades donde la civilización ha
cuajado en sus rasgos más oscuros (el refinamiento de la crueldad), tribus
primitivas… No hay razas fantásticas en las regiones de La ley del trueno aunque sí magia, pero no es una magia de
espectáculos de luces y grandes poderes sino una magia sutil, negra, magia
susurrada en las mazmorras, nigromancia, hechicería de lo oculto, talentos
malditos, brujería de los muertos y de las sombras. Los zombis, uno de los
pilares de la maquinaria narrativa, se remontan a su vertiente primaria; y no
me refiero a Romero sino a un clasicismo aún más seminal: la reanimación de los
cuerpos a través del vudú haitiano. Por otro lado, es curioso que la novela
maneje tranquilamente una docena de personajes con peso en la trama y ninguno
de ellos sea femenino, lo cual la acerca aún más a los mundos descritos por
Howard; en este punto me atrevería decir que hasta los acentúa. Por todo ello, La ley del trueno no solo bebe de las
fuentes literarias anteriores a El señor
de los anillos, es decir, de la espada y brujería más clásica, sino que
además las homenajea con fantásticos resultados, pues sospecho que no solo de
Howard se alimenta la novela. Yo al menos percibo destellos de Leiber e incluso
de Moorcock (la conquista de Cefingard, en el ecuador del libro, tiene visos de
la caída de Melniboné). Y por último, no podemos obviar que La ley del trueno, como se apunta acertadamente
en otras reseñas, puede juzgarse una modernización de la Ilíada homérica, con
toda esa plétora de divinidades jugando con el destino de los mortales que en
la obra de Sergio Mars se reducen a tres. Aunque no es exactamente una
modernización, pues su sorprendente final la escinde definitivamente del poema
clásico.
Para terminar, y
aunque no suelo mencionar el continente de los libros salvo en casos muy
drásticos en ambos sentidos (horribles o preciosísimas ediciones), cabe señalar
el perfecto acabado físico de la novela dado que constituye la carta de
presentación de la joven editorial Cápside, un debut que aprueba con
sobresaliente en todos los aspectos. Estamos ante una muy cuidada edición en
cartoné con solapas, heredera de la colección Albemuth de Grupo Ajec (donde
Sergio Mars ha publicado la mayoría de sus anteriores libros), con papel y
cubierta de calidad, maquetación profesional y un estupendo precio anticrisis.
Hasta me gusta la ilustración de la portada; cuando la veía en Internet no me convencía
para nada, pero de cerca gana mucho, y el color directo aplicado sobre el
lápiz, sin entintado de por medio, le otorga cierto grado de áspera tosquedad y
le da un aire de péplum que casa muy bien con el contenido del libro.
Sergio
Mars lo ha vuelto a conseguir. Demuestra que es capaz de tocar varios palos, y
que en todos ellos lo hace rematadamente bien.
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