Reconozco mi amor
incondicional por el género de la poesía, pero también confieso que, por unas
razones u otras, no leo tanta como quisiera. Las últimas antologías poéticas de
autor único a las que he tenido el placer de asomarme han sido el Breviario de erótica perversa de José
Alcalá-Zamora, el Lunario sentimental
de Leopoldo Lugones y la Poesía reunida
de Ramón Irigoyen. Obras todas de buena factura que van de lo erótico a lo subversivo. Pero hoy quiero hablaros del último poemario que ha caído en
mis manos y que me ha horadado el corazón de parte a parte: La rosa de Waterhouse (Ed. Asociación Cultural Andrómina, 2010), de Caty Palomares
Expósito.
Lo primero que
llama la atención, nada más adentrarte en ese mundo simbólico que nos regala la
autora, es la enorme modernidad de los poemas. Su rotunda actualidad. Caty
demuestra un bagaje poético absoluto que procede a deconstruir para alumbrar su
propia poesía. Tendrá sus referentes, como todo el mundo, pero no se erige en
clon de nadie. A lo largo de las ciento y pico páginas del poemario, la autora
extiende su propia voz, una voz que, tras la lectura, me veo capaz de
identificar sin demasiados problemas mientras conserve el mismo registro. Una
voz, con todo, alojada en el universo poético más flamante. Una voz, en suma,
que coge lo mejor de la actualidad poética, lo personaliza y lo sublima.
Hay una doble
lectura en La Rosa de Waterhouse. Caty
Palomares nos habla, sobre todo, del lenguaje. De la evocación de las palabras
y de la palabra como recurso del hombre, del poeta y la amante en particular.
No cae la autora en el error manido de invocar en sus versos a las musas
(aunque veladamente lo termine haciendo): ella nos habla en línea recta de la
propia palabra. Y la palabra, a veces, surge de forma suave, pero en otras
ocasiones su invocación es dolorosa y sucia como un parto, sensual, terrible o
todo al mismo tiempo. Caty retuerce la palabra, juega con ella, le da forma, la
exprime, le hace el amor, la eyacula, la preña, la regurgita, la transfiere y
la cubre de polvo, habla por ella y de ella
en un juego metaliterario cuyo resultado brilla por su redondez formal.
Palabras, palabras que son milagros, como el punzante milagro de un
alumbramiento, o palabras que son falos medrando en tu sexo. Palabras, palabras
como labios.
Para mí sean todas las palabras
que a ti te in-complementan:
los ojos sustantivos
el pecho adjetivado
y el verbo procrear
desaforadamente.
Y aquellas invariables
que me conjuntan tú
que me posicionan
con todos sus pronombres
oh, sí, con todas sus interjecciones.
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Pero la poeta
también nos habla, por la palabra, del amor, del platónico y del carnal, del
eterno y del fugaz, de nostalgias y eternidades, del dialecto de las alcobas.
Nos cuenta del amor a través del símbolo del lenguaje y nos cuenta del lenguaje a
través del símbolo del amor. Nos habla, en definitiva, de su amor por el
lenguaje y del rijoso lenguaje del amor.
Empleando la gran
sabiduría
del maestro, sabrás
que todos los
lugares que atesoro
no son ajenos para
ti (conoces
tan bien su
geografía…)
Y es que las
matemáticas no fallan.
Uno más uno son
seguro cuatro
muslos enredados
en nuestra historia
contemporánea
cuya lengua investigas,
filólogo
morfología, léxico,
sintáxis…
Me encanta cuando
estudias,
intérprete de
signos,
los idiomas, la
anatomía curva,
(biológica) de cada
idiolecto.
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Hace uso la autora
de recursos valientes y rompedores. Se atreve a ignorar ciertos tabús
compositivos y en algún poema alarga las sílabas o abunda en adverbios. Con
frecuencia inventa palabras, hace hervir su poesía de signos no convencionales
como paréntesis y guiones. Y sin embargo el texto fluye con naturalidad, es su
poesía un manantial de voces que le otorga doble mérito a su arriesgada labor.
Derrama piedras entre sus poemas para hacer fluir la palabra por ellas y
consigue que mane mejor que si la hubiera extendido por un campo llano. Se
arriesga a engarzar música y matemática con la fontanería de sus vocablos
amigos, y lleva a cabo tal mezcla con resultados sorprendentes. La mires por
donde la mires, se trata de una poesía original y de un acabado sonoro perfecto.
He disfrutado mucho
con La rosa de Waterhouse, eléctrica
de lenguaje y erotismo. La he degustado como se merece, sin prisas, dejando
asentar cada bloque de poemas en el poso de la memoria antes de abordar el
perfume del siguiente. Algunos poemas son profundos, laberínticos, reflexivos y
autorreferenciales; otros son atómicos, versos minimalistas que te caen encima
como mazazos. Caty sabe conducirse en diferentes distancias y aprovecharse de
cada una. Se la ve cómoda dentro de su rosa de palabras, aunque ella en algún
poema nos grite lo contrario con humildad. Al final, todas sus composiciones se
acomodan a la definición de prodigio metaliterario, agudo y conmovedor.
Acabamos la reseña
de forma atípica: hablando de la responsable de estos magnos versos. Pero ha de
ser así, pues sobre el tallo de la rosa se eleva el botón que despliega su
aroma. Caty Palomares, licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de
Jaén, ha publicado varios poemarios y se ha alzado con numerosos certámenes,
incluyendo el VIII Premio Facultad de Poesía de la Universidad de Jaén con De lo que nunca te dije y me gustaría contarte, el Ciudad de
Lucena con Memoria entre ortigas o el Fernando Quiñones con Variaciones. Ha quedado, además, finalista en el XXX Premio de Poesía Leonor de Soria y en el XVI Premio Ciudad de Torrevieja con Yo sé que existo porque tú me imaginas, y en el XXIII Premio San Juan de la Cruz con El sonido de la luz. La misma Rosa de Waterhouse la ha hecho merecedora del IX Premio de Poesía Leonor de Córdoba. Y con esta antología nos derrama su autora una gran verdad: no la palabra, no el amor ni el sexo ni el recuerdo. Caty Palomares es la auténtica rosa de Waterhouse.
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