Los videojuegos están pasando
por una buena racha. Poco a poco van surgiendo de ese gueto cultural en el que
siempre han estado enclaustrados y se van haciendo un huequito en el panorama
de la cultura global. La 2 ofrece emisiones especializadas o incluye los
videojuegos en los programas de variedades. Los suplementos culturales, tanto
de la prensa escrita como de la virtual, les dedican secciones más o menos
afortunadas. Los blogs se atreven a hablar de ellos de forma seria, y las
grandes superficies los ubican cerca de otras áreas del consumo de cultura. Los
tiempos en que se los demonizaba ya van quedando atrás, y ahora ya no se los ve
como un juguete oscuro que impide la socialización del niño, sino como un sano
entretenimiento para todas las edades y una manifestación artística más. Sin
embargo, aún les queda un largo camino que recorrer para terminar de emerger de
ese oscurantismo generalizado que arrastran como un sambenito desde su
aparición. Al fin y al cabo, la mayoría sigue relacionando la palabra
videojuego con el Comecocos, el Tetris o el Angry Birds. Incluso un parte importante de los propios jugones no
pasan de buscar en los videojuegos una fuente más o menos rápida de
entretenimiento, un alivio inmediato y fugaz, que pueda aplicarse en cualquier
momento y situación, en el metro o en la cola del supermercado, como vienen a
ser los ejemplos previos. Lo cual no es que esté mal, pero no todo lo negro son
cuervos.
Porque los videojuegos, de un
tiempo a esta parte, han evolucionado y se han ramificado hasta tal punto que
ya no puede metérseles a todos en el mismo saco. El Monkey Island es a los marcianitos lo que el Quijote a la lista de la compra. Podemos jugar a un juego en el
móvil o en la pantalla del proyector, con el surround a toda potencia. Y, como en cualquier otra expresión
artística, dentro del conjunto de los videojuegos cabe de todo: desde lo
mediocre hasta lo muy bueno, habiendo también ejemplares extremadamente simples
y… de cuando en cuando una obra maestra.
Dragon
Age: Origins (Bioware,
2009) se promocionó en su día como el "sucesor espiritual de Baldur´s Gate", el aclamadísimo RPG
etiquetado por muchos medios especializados como el mejor videojuego de la
historia. Lo de "sucesor espiritual" podría parecer una afirmación
pretenciosa de no ser porque los guionistas de ambos juegos prácticamente coinciden.
Y aunque el argumento de Dragon Age parta
de una premisa manida y simplona (salvar el mundo contra las fuerzas malignas
en un escenario épico medieval), como en muchos otros casos no es tanto lo que
se cuenta como la forma de hacerlo. El mundo de juego ha sido desarrollado
hasta el detalle (los enanos de Orzammar superan a los del propio Tolkien, y
disculpadme la herejía). La trama cobra giros sorprendentes; los personajes,
parte esencial del puzle, están magníficamente caracterizados. Dragon Age: Origins cuenta además con
una ampliación y una secuela, Dragon Age
II, aunque esta última no está ni de lejos a la altura de su predecesora.
El desarrollo de un videojuego
como Dragon Age: Origins es muy
parecido al de una película. De hecho, estamos ante las dos manifestaciones
artísticas que más rasgos comparten. Ambas necesitan de un guionista (o equipo)
que devane el hilo narrativo, de técnicos que lo desarrollen sobre el terreno,
de un equipo de artistas que compongan las secuencias y diseñen decorados y
vestuario, un compositor para la banda sonora, una empresa que avale
económicamente el proyecto y un director que dé coherencia al conjunto, que coordine
y dirija el tinglado para que el resultado sea óptimo. Ni siquiera en el
videojuego faltan los actores, en este caso de doblaje, como en las cintas de
animación. Un videojuego de altas cotas como Dragon Age es un trabajo de equipo, y es indudablemente un trabajo
artístico.
Dragon
Age: Origins
cuenta con un equipo que, a priori, solo puede ofrecer buenos resultados. El
grueso de los guionistas deriva de Baldur´s
Gate, como ya se apuntó, y muchos de ellos gozan de carreras literarias
admirables. Inon Zur, el encargado de la música, es un reconocido compositor de
series de televisión e incluso de grandes producciones hollywoodienses, como
por ejemplo el film Casper, y ha
compuesto para Dragon Age una banda
sonora maravillosa, merecidísima ganadora del Hollywood Music In Media Award de 2009. Los estupendos actores
proceden del teatro o de la pantalla, y dotan a los personajes de un
soberbio temperamento. Todo en el juego destila profesionalidad, desde el
aspecto artístico hasta la cuidada mecánica de molino que subyace tras cada
escena.
Pero el videojuego va más allá
del cine, ya que permite abolir esa distancia que media entre espectador e
historia, colarnos dentro para vivirla de primera mano, vestir la piel del protagonista
e involucrarnos en lo narrado. Y es precisamente la fusión entre la
primera persona y la obra cinematográfica lo que hace florecer la magia del
videojuego moderno, porque tampoco es lo mismo encarnar los píxeles de un
comedor de cocos que sentirnos dentro de una auténtica película, viviendo grandes
emociones, sintiendo sobre nosotros el peso de los acontecimientos, combatiendo
por el futuro y enamorándonos por el camino. Dragon Age: Origins cuida a sus personajes, todos tienen algo que
contarnos; sufres con ellos sus tristezas y alegrías, te involucras en sus
dramas personales, te sientes uno más. Hay también romances en Dragon Age, no una opción única sino un
abanico de posibilidades (incluso alternativas homosexuales para ambos sexos); idilios
creíbles, humanos, moldeables y perfectamente desarrollados. Todo en el juego
son opciones, incluso el origen de nuestro personaje es configurable y determinará
el modo en que veremos el mundo y el mundo nos verá a nosotros (a modo de ejemplo, no es lo mismo ser noble que mendigo). En Dragon Age la libertad es casi absoluta:
gozamos de verdadera sensación de poder sobre la trama, otra de las más
señaladas distancias con el cine, porque no incurre en la linealidad sino que
cualquier acción que se emprenda tendrá consecuencias, a veces evidentes y
otras veces inesperadas. La historia toma una u otra dirección dependiendo de las
decisiones que tomemos, que no siempre resultan fáciles. No es un juego
éticamente correcto, el bien y el mal se enmarañan y en ocasiones el
pragmatismo ofrece mejores resultados que la actitud caballeresca. Es de
agradecer la dimensión que los guionistas han imprimido a lo que se cuenta.
Muchos ríos de tinta podrían
correr acerca de esta joya galardonada con numerosos premios en 2009 y definida
por The New York Times como "probablemente, el mejor videojuego de rol jamás
creado". Nosotros nos detendremos aquí, y que Dragon Age: Origins hable por sí solo cuando afilemos nuestra
espada y nos aventuremos en él. Por mi parte, llevo años sin poder disfrutar de
los videojuegos: las responsabilidades adultas y la falta de tiempo hacen mucha
mella en las aficiones de siempre. Pero de tanto en tanto caen en mis manos portentos
como este, y es entonces cuando recuerdo por qué amaba –y sigo amando– este
pasatiempo tan saludable, tan elevado. Tan condenadamente cinematográfico.
Revelar la ilusión del molino, la mecánica que lo hace semejarse a un gigante. Destripar el truco de magia, confinar la literatura al ojo del microscopio. Aplicarle bisturí al séptimo arte, y por qué no también al noveno. Desentrañar el misterio de la vida, la estructura de la idiotez, la relojería del arte. Y descubrir que todo esto no sirve para nada y, simplemente, seguir soñando...
30 ago 2012
20 ago 2012
Paul Auster y La trilogía de Nueva York
Pocos son los
escritores que conquistan a público y crítica por igual. Por lo general los
críticos reniegan de todo lo que el público se bebe de forma masiva, y bien es
sabido que los intereses de la mayoría (pasar un buen rato) disienten
diametralmente de los del teórico profesional (revolcarse en la
intelectualidad). No obstante, algunos escritores logran posicionarse entre
ambos polos y cautivar a las dos partes. Umberto Eco, Mario Vargas Llosa o Paul
Auster constituyen claros ejemplos de forjadores de best sellers cuya pluma es sin embargo encumbrada por la prensa
especializada.
Parte del éxito de Paul Auster radica en la doble lectura que encierran muchas de sus obras, lo cual permite vencer al público y a la crítica, a cada uno en su terreno. En La trilogía de Nueva York, su segunda novela, ya se puede apreciar esta doble apuesta del autor. Además de gozar de un estilo directo, llano y ligero, fácil de digerir aunque bien construido, La trilogía de Nueva York bebe del género negro más tradicional, lo cual la convierte en carne literaria del lector de a pie. Y no obstante, bajo la narración subyace una segunda lectura, más profunda, en la que cobra relevancia ese juego de identidades que caracteriza casi toda la producción del autor. El de Nueva Jersey juega a confundirnos bautizando con el mismo nombre a personajes distintos, cuando en realidad el paralelismo se establece a un nivel más sutil, de figuras literarias más que de personajes concretos. Y serán precisamente estos recursos los que harán las delicias de muchos críticos, siempre hambrientos de prácticas metaliterarias y narratología moderna.
Ya en La trilogía de Nueva York podemos hallar todos y cada uno de los hitos recurrentes en la prosa de Auster, las claves que a la postre acabarán definiendo y popularizando al escritor, su sello de identidad literaria: la casualidad como motor de acción, la autobiografía, el componente metaliterario, la trabazón entre escritor, narrador y personaje… Todo ello encuentra su lugar en esta novela, que se convierte así en un molde con el cual podemos medir la producción completa de Auster. La obra se divide en tres partes (“Ciudad de cristal”, “Fantasmas” y “La habitación cerrada”), tres historias independientes en apariencia, pero que como ya apuntamos forman una unidad ideológica a un nivel más íntimo. Personalmente disfruté más con el primer relato, aunque muchas opiniones señalan el tercero como el mejor.
La trilogía de Nueva York está considerada como una de las novelas cumbre de Paul Auster (junto con Leviatán y El palacio de la luna), y supuso su reconocimiento como uno de los grandes narradores estadounidenses contemporáneos.
Parte del éxito de Paul Auster radica en la doble lectura que encierran muchas de sus obras, lo cual permite vencer al público y a la crítica, a cada uno en su terreno. En La trilogía de Nueva York, su segunda novela, ya se puede apreciar esta doble apuesta del autor. Además de gozar de un estilo directo, llano y ligero, fácil de digerir aunque bien construido, La trilogía de Nueva York bebe del género negro más tradicional, lo cual la convierte en carne literaria del lector de a pie. Y no obstante, bajo la narración subyace una segunda lectura, más profunda, en la que cobra relevancia ese juego de identidades que caracteriza casi toda la producción del autor. El de Nueva Jersey juega a confundirnos bautizando con el mismo nombre a personajes distintos, cuando en realidad el paralelismo se establece a un nivel más sutil, de figuras literarias más que de personajes concretos. Y serán precisamente estos recursos los que harán las delicias de muchos críticos, siempre hambrientos de prácticas metaliterarias y narratología moderna.
Ya en La trilogía de Nueva York podemos hallar todos y cada uno de los hitos recurrentes en la prosa de Auster, las claves que a la postre acabarán definiendo y popularizando al escritor, su sello de identidad literaria: la casualidad como motor de acción, la autobiografía, el componente metaliterario, la trabazón entre escritor, narrador y personaje… Todo ello encuentra su lugar en esta novela, que se convierte así en un molde con el cual podemos medir la producción completa de Auster. La obra se divide en tres partes (“Ciudad de cristal”, “Fantasmas” y “La habitación cerrada”), tres historias independientes en apariencia, pero que como ya apuntamos forman una unidad ideológica a un nivel más íntimo. Personalmente disfruté más con el primer relato, aunque muchas opiniones señalan el tercero como el mejor.
La trilogía de Nueva York está considerada como una de las novelas cumbre de Paul Auster (junto con Leviatán y El palacio de la luna), y supuso su reconocimiento como uno de los grandes narradores estadounidenses contemporáneos.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)