La ley de Sturgeon
(aforismo que afirma que el 90% de todo lo editado es basura, sean libros,
películas, discos o periódicos) nunca ha sido tan acusada como el caso
de las "dragonadas": sagas de corte épico ahítas de órdenes
caballerescas, mazmorras y magos, razas antropomórficas y oscuros señores del
mal. Una parte importante de lo que publica Timun Mas ha hecho mucho daño a la
nombradía del género popularmente conocido como "espada y brujería" o
"fantasía heroica". El Señor de
los Anillos primero, Canción de Hielo
y Fuego después, ambos sirvieron de acicate para que proliferasen toda
suerte de clones innombrables de gastado argumento. Las editoriales
especializadas en rol aprovecharon la tirada de sus juegos para publicar
novelitas basadas en ellos, libritos de dudosa calidad literaria. Por supuesto,
entre tanta basurilla fantástica podemos hallar cosas muy buenas, empezando por
la magna obra de Tolkien o la inconmensurable producción de Martin y terminando
por gente como Moorcock o Pratchett. Reconozco que el primer libro de las Crónicas de la Dragonlance me entretuvo (no
así todos los demás) y que también disfruté con el primero de Geralt de Rivia,
que tenía bastante de original pero que, por mucho que lo publiciten de otro
modo, a partir del tercero, cuando la saga se vuelve seria, es más de lo mismo,
más dragonada que añadir a la montaña.
Aquí, por estos
lares, no nos quedamos atrás: en castellano también han abundado copias
tolkienianas mediocres que han pasado sin pena ni gloria por las estanterías,
reales o virtuales. Grupo Ajec, en su colección Excalibur Fantástica, se
esfuerza por superar las modas y publicar obras que trasciendan del clon de
buena proyección comercial y fácil olvido. Me consta que muchas de ellas lo
consiguen, y en concreto hay una que me ha sorprendido gratamente: Adraga, de Juan Ángel Laguna Edroso.
No me extenderé
demasiado en el argumento: Adraga
cuenta la historia de un grupo de cruzados en un Medievo ucrónico, en el cual
el fin del mundo anunciado por agoreros y oscurantistas ha ocurrido
parcialmente. Los demonios campan a sus anchas por una tierra de cataclismos
anegada de sangre, y los supervivientes de la divina criba tratan de redimirse
a través de unas Guerras Santas encauzadas a aniquilar las fuerzas del Maligno.
El mayor logro del autor es forjar una ambientación oscura y opresiva, un
escenario donde el único lenguaje es el del hierro y el fuego, donde el fervor
religioso es de obligado cumplimiento y la mordedura de la espada es moneda
corriente. Además, Laguna recurre a efectistas usos del lenguaje para suscitar
un deje a lectura antigua sin abusar de los tan manidos latinismos: simplemente
con una exótica y acertada ubicación de los verbos y el empleo de ciertos
arcaísmos logra introducirnos de lleno en su mundo de tinieblas medievales.
En realidad, Adraga
es una compilación de dos novelas independientes: Memorias de una ciudad extraña y Las losas del alma. Memorias
de una ciudad extraña encierra una historia autoconclusiva, con un final
más o menos cerrado (aunque allí se planten semillas que germinarán después). Y
si bien el segundo libro es una continuación del primero, sin duda puede leerse
de forma aislada, pues pone en antecedentes al lector ocasional y vuelve a
presentar a los personajes. Sin embargo, el lector hallará un placer mayor en
la lectura completa, en la suma de las partes, pues las líneas argumentales
secundarias que se trazan entre ambos libros convierten la obra toda en una
narración de mayor calado y amplitud.
Personalmente,
disfruté más con el primer libro. Memorias
de una ciudad extraña aborrece de épicas grandilocuentes para contar una
historia pequeña, centrada en la ciudad de Praga, que solo a la postre se
revela más grande de lo que en principio parecía. Se fragua aquí una ficción oscura
e intrigante, casi detectivesca, de escaramuzas, conspiraciones y subterfugios
más que de grandes gestas; pero es precisamente el componente misterioso lo que
la hace tan especial y lo que la aleja de la dragonada al uso. La magia es
siempre sutil; el bestiario, demoníaco y furtivo. En este libro, además, Juan
Ángel Laguna inventa la novela río moderna (aunque se estuviera descubriendo
paralelamente por otros andurriales; pero eso no le resta mérito a él). Cada
capítulo está contado desde la perspectiva de uno de los personajes, en primera
persona. Y aunque puede decirse que el texto adolece de cierta monotonía
narrativa al carecer de un estilo propio para cada héroe, los matices que el
autor imprime a las personalidades suplen con creces esta carencia estilística.
La segunda parte, Las losas del alma, arranca poderosa,
coge brío y se vuelve épica y ambiciosa, aunque no abandona la senda escénica
marcada por su antecesora, con lo que la originalidad está asegurada. Los misterios confinados ceden por fin a la grandeza errabunda, a un tour bélico a través de la Vieja Europa
y parte de Asia en el que las batallas se suceden sin otro propósito que narrar
las heroicidades de la fe, la entereza y el puro tesón. Las descripciones de
los lugares son sugerentes, el autor trabaja todos los sentidos y nos hace
postrarnos ante el exotismo de oriente, los solemnes cuernos de Viena, las intrigas
palaciegas de Constantinopla, los aromas a especias del África septentrional y
el sabor de las cortes de Babilonia, un sabor a barbarie y decadencia. Los
cruzados encarnan luces entre tanta oscuridad; pero son luces débiles, luces
también negras, amargas.
Las losas
retoma algunos personajes de Memorias
y añade un buen número de fichas nuevas al tablero de juego. Y aunque la
cantidad de personajes sea tan elevada que muchos de ellos solo estén esbozados,
una de las dos líneas argumentales que se entretejen a lo largo de Las losas se centra en solo dos de ellos,
lo cual permite al autor profundizar en sus motivaciones e inquietudes y
manipularlos con maestría. Estos dos personajes son Lucie de Millevaches, la
novicia que oculta secretos, y Adriano de Roma, una suerte de Qui-Gon Jinn
medieval (con el rostro de Liam Neeson me lo dibujé durante toda la novela, y
con el de Natalie Portman a su pupila). Adriano es un maestro cruzado triste y
contenido, con una versión un tanto particular de la Guerra Santa; un guerrero que
se debate entre un fanatismo monacal y un espíritu heterodoxo, ambivalencia que
resulta muy bien resumida en la escena de la fiesta tras la muerte del demonio
Dash-daar, y también en el álgido punto en que el cruzado se atiene a los métodos
que condena en su correligionario Sweyn para poder sobrevivir. Aunque ambas
facetas están siempre sometidas a la losa de servir como cruzado a la Bandera
de Adraga, una losa del alma, que constriñe las personalidades de todos y cada
uno de los guerreros de la campaña. Y es que no podemos olvidar que Laguna
conoce como nadie la comprometida situación a la que ha sometido a sus
criaturas, y juega con ellas en consecuencia: el Dios Verdadero, un dios de
cuya existencia ya no cabe la menor duda, tiene por fuerza que conducir los
actos de todos los personajes, quienes no se juegan una bagatela, sino la
remisión o el ingreso en un infierno muy pero que muy real. Nadie
puede permanecer impasible ante semejante revelación; el fanatismo se convierte en la conducta habitual cuando el Altísimo se nos manifiesta sin reservas. El Medioevo
oscuro de Juan Ángel Laguna suaviza el auténtico: si en nuestra Edad Media la
religión marcaba a fuego la cultura, en el crudo escenario que perfila Laguna el
fervor devora la misma vida. Ya no resta otra empresa que servir a Dios o
luchar en su contra. La religión lo ha engullido todo, es la medida de todas las
cosas. Como bien reza la contracubierta del libro, Europa entera es más que
nunca un valle de lágrimas.
Deja la lectura de Adraga un regusto muy positivo, la
agradable sensación de habernos topado con algo distinto. No es de los libros
que se olvidan: quizá, con el tiempo, los personajes vayan desdibujándose en
nuestra mente, pero la oscura ambientación se acomodará en nuestra retentiva
para no abandonarla jamás. Mientras tanto, una advertencia: si te atreves a
adentrarte en las misteriosas páginas de Adraga, tachonadas de hierro y sangre,
tal vez un día te sorprendas en pleno entusiasmo lector rugiendo el grito de batalla
de las temibles Huestes Negras…
¡Por Adraga!