Retales de carne
ambulantes, parodias leprosas de antigua vida. Caminantes. Pululan por doquier,
infestan los supermercados, las librerías, las salas de cine, las televisiones
y los videojuegos. Zombis, los llamamos. Han ido plagando los medios
gradualmente, arrastrándose con sus lentos pasos, y de constituir un subgénero
muy hundido en el terror underground han
pasado a asaltar estanterías del mainstream
y alcanzar la categoría de género por derecho propio. Un género tan amado como
denostado. Nos invaden, las obras de este género nos asedian, como las propias
criaturas que pueblan sus páginas, fotogramas y bits. Clónicos, espejados,
centuplicados. La moda pasajera, ¿o no tanto?
Los hay quienes los
desprecian, quienes combaten contra ellos con la motosierra y el hacha de sus
plumas y voces, atribuyéndoles a sus seguidores la misma escasez cerebral que las
aclamadas criaturas. También hay quienes se limitan a disfrutarlos sin mayores
prejuicios, sin importarles si están gastados o no, porque, demonios, pese a
todo, ¡qué divertidos son! Y hay quienes, aún amándolos, agotados por la
reiteración de la fórmula buscan la reinvención del género, ya sea como lectores
o escritores.
Un botón de muestra:
se dice que The Walking Dead, work in progress del noveno arte
conducido por Robert Kirkman y mudado a la pequeña pantalla por Frank Darabont,
supone una rara avis dentro del panorama zombi. Que resulta una serie
innovadora, porque se centra en las reacciones de los personajes, en sus
rencillas y vivencias, en cómo van evolucionando para adaptarse a un mundo en
que ya solo imperan las necesidades más básicas. Pero no nos engañemos: nada de
esto es nuevo. Esa idea ya estaba ahí desde la fundacional cinta de George A.
Romero, La noche de los muertos vivientes,
en eso consistía precisamente su planteamiento. ¿Qué innova entonces la serie
de Robert Kirkman? Bajo mi punto de vista: nada. Parte de su éxito se basa
precisamente en lo contrario, en dejar intactas las bases. Y jugar con ellas es
la otra cara del logro, construir encima una serie larga, sin final aparente,
una telenovela zombificada que nos permita dilatar la evolución de los
protagonistas y, por ende, identificarnos más con sus emociones y motivaciones (prerrogativa
que, por otro lado, comparten todas las series). En boca del propio Kirkman:
“Para mí, lo peor de las pelis de zombis es el final. Siempre quiero saber qué
pasa después. Conocemos al personaje, vive una aventura y bum, aparecen los títulos
finales. La idea que hay tras mi serie es la de seguir con el personaje durante
todo el tiempo que sea posible. Nunca nos preguntaremos qué le pasa luego a
Rick, lo veremos. The Walking Dead será la película de zombis que nunca acaba”.
Y esto ocurre también
con los zombis literarios: muchos se promocionan como la reforma definitiva del
género cuando lo cierto es que son más de lo mismo. Sin embargo, hay obras que
sí resultan verdaderamente revolucionarias, o al menos gozan de ese potencial (la
mayoría pasa desapercibida entre sus hermanos de más calado). Siguiendo con la
tónica de los botones, La sonrisa de los
muertos, de Daniel Pérez, y American
Zombie, de Miguel Barqueros, son dos de estas propuestas. La primera,
aproximando el descerebrado antropófago a la clásica figura del vampiro; la
segunda, mezclando hábilmente lo hortera con el gore más visceral. Naturaleza Muerta, de Víctor Conde, constituye
sin duda otra de estas excepciones. La novela adjunta devoradores de carne, no
lo vamos a negar. Y diré más: son los clásicos, los romerianos de toda la vida.
Sin embargo, Víctor Conde ha logrado de algún modo que los muertos vivientes
(pellejos, los llama él) figuren al fondo del escenario, al fondo pero del
todo, como maniquís de atrezo que simplemente refuerzan lo grotesco del
decorado.
Víctor Conde,
canario galardonado con el prestigioso Minotauro, nos resume su novela en la
contraportada: “Un mundo devastado por una catástrofe de proporciones bíblicas.
Siete supervivientes en un tren hacia ninguna parte. Siete personas muy
distintas, asustadas, cada una con su propio secreto inconfesable. Por las
calles de todas las ciudades del mundo caminan legiones de muertos vivientes,
devorando cada ápice de carne viva que cae en sus manos. Y todos ellos buscan
algo, ¿pero qué? ¿Qué ha causado la catástrofe? ¿Por qué solo han sobrevivido
siete personas, y adónde las lleva ese tren? La respuesta podría ser algo
extremo y aterrador, algo para lo que ninguno de ellos esté preparado”.
Naturaleza muerta es
rápida, onírica, coherente, barkeriana y lírica. De este libro me gusta todo:
los personajes, la prosa, la atmósfera, el ritmo. Los oscuros pasados de los
protagonistas, como en el mejor Perdidos,
se entretejen con la trama principal con naturalidad. Las voces de cada
historia, elegidas con escrúpulo, cobran una inflexión propia sin desentonar
con el conjunto. Uno de los fragmentos más incomprendidos de la novela es el flashback de Blanca, la colegiala. En mi
opinión dicha escena es crucial por motivos puramente estéticos, ya que aporta
ese toque chillón que la gran pintura que es Naturaleza Muerta precisaba para rematar un todo macabro, teratológico,
truculento. Asimismo me seduce la idea que subyace bajo esta pequeña gran obra,
el final críptico tras el cual late una de las tentativas más arriesgadas de la
literatura especulativa: aunar ciencia y religión sin que el todo chirríe. Y
este libro lo consigue. Y no chirría.
Estamos ante una de
esas novelas que invitan a profundizarla, a descubrir más datos sobre ella y su
autor en Internet, una vez que has acabado la última página. Yo lo hice, y
asistí atónito a un espectáculo digno del propio libro: en cierto foro, la
novela era infamada en una calculada maniobra destructiva mientras el propio
Víctor Conde, que como buen autor curioso gusta de mezclarse entre los lectores
para conocer de primera mano sus opiniones, aguantaba el chaparrón como podía,
infiltrado entre los foreros. Ahí descubrí al autor más allá de la novela y ahí empezó este tipo a caerme bien, antes de tenerlo de compañero en
Nocte. Porque en ningún momento perdía las composturas: se enfrentaba a
aquellos zombis internautas con el disparo al cerebro de un talante envidiable.
Uno de los defectos que se le achacaban, recuerdo, era su valentía al
escindirse de los tópicos. Los muertos vivientes de aquel espacio exigían más podridos
clónicos, espejados, centuplicados. Más Romero puro, menos experimentación.
Afortunadamente, aún queda Conde para rato, que incluso está jugando con la depravada
idea de escribir una segunda parte.
Al final, parece,
los muertos vivientes somos legión. Desde los que como zombis reprueban el
género con críticas manoseadas hasta los que injurian al que se esfuerza por
superar el cliché. Este blog, por ejemplo, es otro zombi. Los molinos
cibernéticos son cadáveres de viejas aceñas, y hay asimismo un Quijote Z. Víctor
Conde es un zombi, Robert Kirkman es otro zombi y tú y yo también: todos sin
excepción somos zombis.
Reseña escrita originalmente en septiembre de 2012, pero aún inédita.